Messi completó el tablero personal que lo convierte en el mejor jugador del mundo de su época. Lionel Scaloni, muy cerca de Alejandro Sabella, consolidó un modelo de gestión del plantel que priorizó la organización, el factor humano grupal y la moderación en la comunicación. La copa se consiguió apelando al orden, al sacrificio de todos los jugadores y a la priorización de lo colectivo por sobre las individualidades. Por el contrario, las primeras 48 horas desde la obtención de la copa del mundo, evidenciaron las distancias de este «modelo» deportivo, con la mayoría del cuadro dirigencial nacional. Un feriado inconsulto, las peleas con las provincias, la interna de la seguridad en la organización de la llegada y una sociedad eufórica, que se lanzó a las calles a expresar su alegría, casi como un grito de alivio desesperado.
¿Quién discutirá la justicia del título mundial de Argentina, obtenido en Qatar? Nadie en su sano juicio. Todo el recorrido de la selección parece salido de una buena película. Los muchachos arrancaron mal, se recuperaron anímicamente y después desplegaron «el fútbol que nos gusta a todos». Una final apasionante y dramática, que pudo haber sido musicalizada con Naranjo en Flor y su inagotable estribillo: «Primero hay que saber sufrir»…
La política local, contra su voluntad, estuvo ausente del campeonato del mundo. Una multitud, gastó los dólares que no tenemos en Qatar para acompañar a este grupo de pibes que le devolvieron al menos la ilusión de volver a ser los mejores y les cumplieron. ¿Se les puede reprochar falta de compromiso a los que viajaron? Si, pero no hay un sólo argumento que los detenga, sencillamente porque no creen que su dinero tenga mejor destino en las arcas del país.
El país permaneció literalmente paralizado a medida que avanzaban las instancias y sino pregúntenle a cualquier periodista amigo: desde el partido con México en adelante, la «agenda» era la selección. Por elección, por necesidad o directamente por conseguir la atención de lectores, oyentes y televidentes. Nadie quería hablar de otra cosa. Y es comprensible, desde hace una década, sólo hablamos de K y anti K, de Macri y los Anti-Macri, del precio del dólar que se multiplicó por 80 en ese tiempo, de la inflación, de las muertes a causa de la inseguridad, de los problemas de empleo, de las fábricas que cierran, de Cristina y su obsesión por estar perseguida mientras nunca explica el origen de su fortuna, de los ministros que nos endeudaron y que después vuelven a darnos lecciones como si nada hubiera pasado, de los jóvenes que se van a cualquier lugar remoto del planeta para tener algún futuro, de las encuestas que muestran que cada día que pasa, somos más pobres y que cada día, hay más pobres que se hacen aún más pobres. y encima, dos años de pandemia. Y casi 200 mil muertos adicionales.
¿Cómo cuestionar entonces, la alegría de la gente con este mundial?
El final desató la euforia incontenible, y a la vez, dejó en evidencia que nuestro país, està en serios problemas de subsistencia. No se trata sólo de las dificultades económicas y la enorme y cada vez más grande deuda social. No. Lo que pone en riesgo la subsistencia de nuestro país, nos guste o no, es la bajísima calidad de los dirigentes que conducen el estado y que creen que pueden sacar tajada de un asunto que les resulta extraño, por dos razones fundamentales: Primero porque no existe en el país ninguna política que fomente el desarrollo del deporte y que contenga a los deportistas de baja, media o alta competencia. Y segundo, porque la «pureza» de esta celebración, está fundada precisamente en la falta de «tufo» político. No hubo entre los jugadores, ni siquiera entre los dirigentes de la AFA, ningún gesto que promueva la adhesión a ninguna de las tóxicas facciones que se tironean al país desde hace veinte años, sin haber conseguido que nada esté mejor.
Apenas se obtuvo el campeonato empezaron las especulaciones: Los Albertistas pujando por recibirlos en Casa Rosada, los Kirchneristas camporistas armando una recepción en Ezeiza con La Mosca incluida a las 2.30 de la mañana del martes. Los opositores, haciendo esfuerzos denodados para que nada de lo que pudiera ocurrir terminara dándoles ventajas a los oficialistas. El presidente ordenando un feriado absurdo, que sólo tenía sentido en CABA y Buenos Aires, pero no para el resto de las otras provincias, los gobernadores despegándose del impopular presidente y fomentando el absurdo jurídico de «no adherirse» al feriado, como si fuera posible. Los gremios fomentando el feriado, los comerciantes desesperados explicando que no, que no es fecha para un feriado, que ya están los asuetos del 23 y el 30, y que tienen que recaudar para pagar el bono de 24 mil pesos que el gobierno les impuso, sin explicarles de dónde pueden sacar esa plata.
Y después el «desastre maravilloso». Porque no puede dejar de contemplarse como una maravilla, que, de manera espontánea, cuatro o cinco millones de personas salgan a ocupar todas las rutas, avenidas y calles que separan al predio de Ezeiza con el obelisco. Que esa marea humana, se haya «organizado» casi sin intervención del estado, con pocos efectivos policiales, casi sin plan logístico, ni vallas, ni baños químicos, ni organización alguna. Sólo la multitud, sus camisetas, sus banderas, explotando de alegría. Un dato no menor: casi no se registraron incidentes. Hubo un número razonable de heridos para semejante despliegue humano, y un incidente propio de borrachos, que se lanzaron de un puente al paso de la selección, que no terminó en tragedia, pero que le puso final anticipado a la caravana interminable de los jugadores, que ya llevaban 4 horas de saludos, consumo de alcohol, cansancio acumulado y sol argentino.
Y entonces, el cambio de planes: La multitud impedía el avance del colectivo y el plan A se abortó. Entonces, los jugadores se desviaron y fueron a un predio donde los esperaban cinco helicópteros. Se subieron y pasearon por encima de los millones de fanáticos, que lejos de enojarse por el cambio de planes, levantaron sus brazos y cantaron con más fuerzas que nunca eso de que «Ahora, nos volvimo a ilusionar… quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundiaaaal» y aplausos, y euforia multiplicada cuando descubrían que, desde el cielo, no sólo Diego y la Tota, sino los propios jugadores que les acababan de regalar un campeonato del mundo, los miraban y los saludaban.
Y nada más. Nada de Casa Rosada. Nada de políticos cerca. Y los twitters del presidente de la AFA que le guiñaba un ojo a Berni y a la Provincia de Buenos Aires «agradeciendo» por la organización, y al mismo tiempo dejaba la sensación de que «las fuerzas que nos acompañaban nos impidieron avanzar» en referencia a las fuerzas federales de Aníbal Fernández; y el presidente desatado que mandaba a los periodistas interesados a decirles que, si no iban a Casa Rosada, él iba a saludarlos al predio de AFA. Y mientras el gobierno se desangraba en su interna de responsabilidades, algunos opositores en lugar de celebrar la maravillosa explosión de júbilo que no tiene antecedentes preferían mostrar los destrozos (algunos muy fake) que dejaba la multitud a su paso, o preferían poner énfasis en el desorden y en señalar las internas oficiales.
No. Los jugadores no querían fotos, ni actos, ni celebraciones oficiales. Sòlo querían ofrecer la copa a su gente, y completar el rito. Después, a sus casas, a abrazar a los suyos. No tienen más tiempo, menos para compartir con los responsables de que una alegría deportiva signifique tanto para la gente.
Porque, hay que decirlo, la magnitud del festejo habla de la carencia general. Y los responsables de eso, son los que no paran de pelearse para quedarse con un cachito de este logro ajeno.
Nunca, jamás, en Argentina hubo un estallido de alegría real, como el de estos dos días. Sin colectivos gremiales, sin aparato, sin promesas de choripanes para los que van, sin tickets de 500 pesitos para que vayan a bailar a la 9 de julio, sin cánticos que irradiaran odio o rechazo a nada ni nadie, con la excepción de las folclóricas canciones de cancha, que aluden a rivales en la cancha o en la vida nacional, como el caso de los ingleses.
La sociedad, por un lado, los dirigentes políticos por el otro. Bien lejos unos de otros, como se viene oliendo en los últimos cuatro o cinco años en el país. Con todos los riesgos que eso supone, pero sin ninguna discusión sobre la legitimidad de este divorcio.
Y en el medio, un equipo de fútbol que hizo lo que soñaba hacer: ganar la copa del mundo, y celebrar con su gente.
Alguien, en un exceso de oficialismo, se atrevió a llamarlos «desclasados», por negarse a participar de los circos oficiales de recepción y por eludir la utilización de sus imágenes para supuestos beneficios políticos – electorales. ¿¿¿Desclasados??? No debe haber término más adecuado para señalar precisamente a los que habiendo nacido en las orillas, hoy reniegan de la suerte de sus habitantes, desde los despachos de una casa de gobierno o un ministerio.
Al final de esta nota, me cuentan que el gobernador de Santa Fe fue a Fisherton a esperar a Messi y Di María, que llegaron a Rosario. Y que les «robó la foto, que los demás querían». Otro absurdo. Es probable que los jugadores no sepan quien es, y cuando lleguen a sus casas, y vuelvan a sus barrios, y les cuenten que casi todas las noches, alguien muere baleado a causa de la falta de policías y políticas de seguridad, sientan nauseas por él.
Argentina tiene un equipo de fútbol extraordinario. Un capitán que por fin consiguió lo que tanto esperó y merecía. Un técnico serio, austero y trabajador. Un grupo de jugadores que no necesitaban esta copa para vivir felices, pero se la propusieron como necesaria, para distribuir – como se cansaron de repetir- un poco de alegría a este país de sufrimiento permanente.
Argentina tiene, también, una sociedad sedienta de festejos, de recibir alegrías, de obtener algún bienestar. Lo demostró este mundial, y especialmente esta celebración monumental, que no necesitó de nadie que la estimulara, porque lo sintieron en el pecho y en cada músculo, cuando Montiel metió el cuarto penal.
Pero Argentina tiene una dirigencia que està muchos metros por abajo de todo eso. Que sigue pensando en sus propios intereses antes que en las necesidades de las mayorías. Que sigue fomentando divisiones y echando culpas a «los otros», mientras la inflación no para de comerle los bolsillos y las ilusiones a casi la totalidad de los habitantes de este país.
Una dirigencia berreta, sin identificación con las mayorías, que sigue fomentando los negocios, los privilegios, la mafia sindical, y la cómoda instalación del delito organizado, que en muchos casos financia la actividad electoral.
Es difícil de explicar este país. Con tantos pobres arriba y tanta riqueza por debajo.
Con tanto por hacer, y tanto tiempo perdido.
Con tanta pasión, tantas necesidades y una dirigencia política incapaz de darles soluciones. Y mucho menos, alegrías.